Intérprete de conferencia y
Máster en Protocolo y Relaciones Institucionales
Se me ha pedido que en este artículo de
nuestro blog de AIB trate la relación entre protocolo e interpretación, por ser
una relación no siempre fácil y para la cual sería provechoso que ambas partes
tuvieran un conocimiento general del trabajo de la otra.
Si os parece, empezaremos por el principio y
examinaremos brevemente los conceptos relativos al protocolo que convendría
tener claros en este triángulo de protocolo - acto - intérprete.
Por un lado, el protocolo, en contra de la
creencia general, no es una disciplina glamurosa que permita a los
profesionales del sector ir de acto en acto, elegantes e ideales, codeándose
con los poderosos y famosos.
Muy al contrario, el trabajo que les
corresponde es minucioso, laborioso y -si todo va bien- a la sombra, punto este
último en que coincide con el del intérprete. Si el profesional de protocolo
sale en las noticias es que algo ha salido muy, muy mal: véase como ejemplo la metedura de pata de
un funcionario de protocolo durante la visita de los entonces Príncipes de
Asturias a Perú.
Los profesionales del protocolo, igual que los
de la interpretación, dependen de que su cliente les ponga las cosas más o
menos fáciles al hacer su trabajo: de nada sirve la mejor escaleta de protocolo
del mundo (documento en que se describe el acto minuto a minuto, como quien
dice) si después resulta que la autoridad de turno decide que, en vez de
dedicar 15 min a una entrevista con el escritor X antes de pronunciar una
conferencia en otro sitio, va a dedicarle 45 min porque le encantó su última
novela. Y ahí se las den todas.
La consecuencia son coches bloqueando la
calle, personal de seguridad nervioso, público impacientándose, canapés secándose
(e intérpretes cuyo horario por contrato no se va a cumplir)... Por no hablar
del daño que este tipo de comportamiento puede hacer a la imagen de la
institución a la que representa la autoridad. Así las cosas, no es de extrañar
que los profesionales de protocolo responsables del acto tengan los nervios a
flor de piel.
Por otro lado, el concepto de protocolo se
suele mezclar con el de ceremonial y el de etiqueta, que si bien es cierto que
son afines, no son lo mismo: según Francisco López-Nieto ceremonial es
una palabra cuyo uso es anterior al de la palabra protocolo (que no empezó a
utilizarse hasta la segunda mitad del siglo XX) y que englobaría una “serie o conjunto
de formalidades para cualquier acto público o solemne”.
El protocolo sería “el conjunto de
normas – decreto o costumbre- establecidas para que se cumpla el ceremonial de
los actos públicos organizados por el Estado o una entidad pública”.
Y la etiqueta correspondería “al
ceremonial de los estilos, usos y costumbres que se deben observar y guardar en
las casas reales y en actos públicos solemnes” y, por extensión, la “ceremonia
en la manera de tratarse las personas particulares o en actos de la vida
privada a diferencia de los usos de confianza o familiaridad”.
Por ejemplo, saber que en una boda a las doce
del mediodía el novio no puede ir de smoking y que la única mujer, además de la
novia, que puede ir de largo es la madre del novio, es una cuestión de
etiqueta. Como también lo es saber que el chaqué es un traje de día, y que la
pamela es un accesorio que no es necesario quitarse ni en la iglesia ni para
comer. Con la salvedad de que el diámetro no debe superar el ancho de los
hombros, a riesgo de correr a pamelazos a nuestros sufridos vecinos de mesa,
claro...
En cambio, tocar a Isabel II es un error de
protocolo.
¿Y cuáles serían esas normas? Pues bien, hay
dos tipos. Por una parte están las que tienen rango de ley, como pueden
ser la Constitución y los Estatutos de Autonomía, entre otras; y por otra las
que tienen carácter reglamentario, como el Real Decreto 2099/1983, por
el cual se aprueba el Ordenamiento general de precedencias del Estado
(¡importante!), u otras normas reglamentarias sobre tratamientos honoríficos,
títulos nobiliarios y órdenes civiles y militares.
Valga decir que estas normas de protocolo solo
son de aplicación en actos públicos oficiales, es decir, aquellos organizados
por la Corona, el Gobierno del Estado, la Administración del Estado, las
Comunidades Autónomas o las Administraciones locales.
En los actos de carácter privado o público no
oficial (convenciones empresariales, desfiles de moda, bodas, actos deportivos,
congresos, inauguraciones, festivales musicales, concesiones de premios etc.)
se aplicará lisa y llanamente el principio de que quien organiza, manda.
Dicho esto, cuanto más formal sea el carácter
de un acto privado o público no oficial, sobre todo si se invita a autoridades,
más habrá que regirse por las normas del protocolo oficial. Por dos razones:
una, porque, si invitamos a nuestro acto a una autoridad, es una cuestión de
cortesía asignarle a ese invitado de honor un lugar preeminente; y dos, porque,
si no lo hacemos, probablemente no vendrá y nos vamos a quedar sin el lustre y
el eco mediático que nos habría dado su presencia (¡y sin el ROI!). Así pues,
sea por cortesía, por interés o por ambas cosas, lo que acabaremos haciendo es
aplicar la norma y colocar a nuestra/s autoridades invitadas en el lugar que
según el ordenamiento de precedencias les corresponde y les cederemos la
presidencia, la clausura del acto etc.
Me explico: en caso de asistencia de
autoridades del estado a un acto en el territorio de una comunidad autónoma
tiene primacía la norma de rango superior, es decir, la estatal. Esto causa no
pocas tensiones e incluso conflictos públicos que pueden ser aprovechados
políticamente según las conveniencias de cada uno. Valga como botón de muestra
el supuesto “plantón” de Artur Mas a la vicepresidenta del gobierno en un acto
de Foment del Treball en 2013.
Lo que ya no lo es tanto es que, si una
autoridad tiene que estar acompañada de un intérprete porque es imprescindible
para alcanzar el objetivo comunicativo del acto, el pobre colega tenga que
abrirse paso a codazos entre una nube de acólitos para meterse en el ascensor
con su cliente. O que tenga que jugarse el físico para poder coger el coche que
sigue al de la autoridad. Y todo ello simplemente porque a alguien se le olvidó
que habría un intérprete.
El intérprete es un profesional imprescindible
en ese acto y como tal debería ser tenido en cuenta por los miembros de los
departamentos de protocolo. No pedimos alfombras rojas, sino simplemente poder
hacer nuestro trabajo sin más obstáculos de los necesarios. Normal.
Afortunadamente, también hay anécdotas
simpáticas, como la que me contaba hace poco un querido colega del Parlamento
Europeo, que trabajó para la Canciller Federal Angela Merkel en una cena. En el
momento de sentarse a la mesa la Canciller le dijo jovialmente: “Venga, joven,
venga aquí a mi lado, que yo a usted le necesito”.
A ojos de un profesional del protocolo, el
mejor intérprete es aquél al que sólo se le ve (poquito) cuando está
interpretando. El intérprete ideal es aquél que hace esto y además huye de las
cámaras como de la peste. El peor intérprete es aquél que sale en la foto entre
el anfitrión y el invitado, “¡patataaaa!”. Normal.
En resumidas cuentas, que como casi siempre en
esta vida, con respeto, sentido común y buena disposición por parte de todos,
las cosas salen bien. Normal.
Para quien quiera
profundizar en el tema:
José Antonio de
Urbina, 2001. El gran libro del protocolo. Temas de Hoy.
Francisco López-Nieto
y Mallo, 2012. Honores y protocolo. Wolters Kluwer.
Decreto 189/1981: http://portaljuridic.gencat.cat/ca/pjur_ocults/pjur_resultats_fitxa/?action=fitxa&documentId=4080&newLang=ca_ES&mode=single
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