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Thursday, April 19, 2018

Cosas que hacemos los intérpretes

Por Patrícia Lluch, AIB

Pues sí, aquí estoy en la penumbra de este avión de Iberia rumbo a Panamá, con dos pasajeros hablando quedamente a mi izquierda (lejitos), y la inmensidad del Atlántico a mi derecha (mucho más lejitos, y espero que siga así cinco horitas más).

Estoy horizontal y me acabo de despertar de una agradable siesta y, mientras miro fijamente el techo, me domina uno de esos momentos filosóficos y pienso que la vida del intérprete a veces es bien curiosa. Porque yo, francamente, no debería estar hoy aquí.

Si no hubiera recibido esa llamada, ahora mismo estaría con mi numerosísima familia política en pleno festín de canelones pascuales en un pueblecito perdido de la Vall d'en Bas. Pero no. Porque cuando te llama un cliente y te pide un favor, por poco que puedas, se lo haces, aunque eso signifique volver un día antes de vacaciones y así tener tiempo para hacer y deshacer esos montones de perversas maletas que a los intérpretes nos persiguen empecinadamente allí a donde vayamos.

Siguiendo con mi lánguido discurrir, se me ocurre que el capítulo de nuestras vidas de profesionales que más nos lleva a ponernos en situaciones curiosas, divertidas y a veces potencialmente peligrosas es sin duda el aprendizaje de nuestros idiomas. Me pasan por la mente imágenes de cursos de trekking bajo la lluvia en la isla sueca de Tjörn (¡quién me mandaba a mí, si es que ni siquiera me gusta triscar por la montaña!), de tai-chi en el lago Mälaren (mejor), de gnocchi de patata hechos a cuatro manos con Filomena, nuestra entrañable portera en Milán (mucho mejor), de un viaje por Capadocia y Esmirna, de múltiples profesores en múltiples escuelas...

En mi caso, el aprendizaje del turco es el que más situaciones memorables me ha deparado, sin duda por lo distinto del contexto cultural y lo ajeno que me resultaba todo al principio y por el carácter indefectiblemente acogedor y hospitalario de Turquía y de su gente, que en aquel entonces -estamos hablando del 2003- tenían la esperanza de entrar a formar parte por fin de la UE. Te acogían con ilusión y se desvivían por ti.

En este periplo lingüístico mío Alaaddin ocupa un lugar muy especial, porque fue la persona que se apiadó de mí, pobre ilusa que pensó que sería fácil encontrar a un profesor de turco en la ciudad alemana donde vivía en aquel momento. Una ciudad, pensaba yo, llena de "turcos", que después resultó que eran todos más bien tirando a kurdos. Y que comprensiblemente me miraban raro cuando -ingenua de mí- intentaba entablar con ellos una conversación sobre el tiempo, los retrasos de los autobuses, el Galatasaray, ¡lo que fuera!

Alaaddin era el imán de la mezquita de Solingen y, para gran sorpresa -y entrecejo fruncido- de sus parroquianos, y gran regocijo -y curiosidad- de sus parroquianas, decidió que a aquella española que se empeñaba incomprensiblemente en aprender turco, él le iba a dar clase en la mezquita. Cuidado, sin hablar él ni una palabra de alemán, ni yo muchas más de turco... Debió de ser la comunicación no verbal, la simpatía mutua y los böreks (pastas) con que le obsequiaban regularmente sus feligresas -sospecho que mayormente para verme de cerca-, pero incomprensiblemente aquello funcionó.

Tengo que aclarar en este punto que Alaaddin es sociólogo de formación y tiene un talante abierto y liberal, dentro de lo que cabe. Su mujer vestía vaqueros e iba con el pelo al aire. Así pues, nada más lejos de la imagen de un predicador fundamentalista.

Por supuesto que hubo luego otros profesores de lengua mucho mejores, pero con ninguno he aprendido tanto sobre la cultura, la idiosincrasia y la esencia misma de lo que es ser turco como con él. Y con ninguno ha pervivido a lo largo de los años una amistad como la que me llevó a visitarle hace un par de años en el extremo oriental de Turquía, en la ciudad de Igdir, que es donde estaba destinado en ese momento en tanto que funcionario de la Dirección de Asuntos Religiosos.


Igdir es un lugar curioso porque está situado en Anatolia oriental, en un triángulo formado por la frontera de Irán, la República Autónoma de Najicheván y Armenia, en una llanura esteparia surcada por rebaños de ovejas peludísimas, en el medio de la cual se levanta abruptamente el monte Ararat con sus 5000 metros de altitud.


"Un nido de terroristas", dijo despreocupadamente Alaaddin, mientras avanzábamos haciendo eses por la carretera en dirección al palacio de Ishak Pasha, que me quería mostrar. "Pero tranquila, no pasará nada porque de día esta carretera es segura". "¿Ese socavón? Ah sí, es que ahí había un cuartelillo. Pero hace un par de semanas el PKK puso un tractor cargado de explosivos y ¡Puf!."

Lección 1: el concepto de seguridad es muy elástico.

Palacio de Ishak Pasha

Para las 48 h escasas que iba a pasar allí, Alaaddin me había preparado un programa de actividades frenético, no me fuera yo a aburrir.

En Igdir la población está dividida casi al 50% entre kurdos y azeríes, con una presencia de población propiamente turca compuesta casi exclusivamente por los representantes administrativos, judiciales, militares, políticos y religiosos del estado. Un puñado.

Recién bajada del avión, me llevó a comer opíparamente al restaurante de una amiga suya y salió convencido de que yo me había quedado con hambre, como siempre.

Lección 2: el concepto de comida en Turquía es también distinto del nuestro. No se come simplemente para aplacar el hambre, sino que es una actividad social, obligatoria si eres el invitado, a riesgo de quedar mal. Suerte que ya me conoce... Pastelitos y tés como colofón, en malévola aplicación del proverbio turco según el cual "si me quieres, come otro bocado." ¿Hay forma de negarse a tal extorsión? No, resignémonos. Salgo rodando a la polvorienta calle.


A continuación fui llevada a la sede de la Dirección de Asuntos Religiosos "Es que el muftí tiene mucha curiosidad por conocerte, le he hablado mucho de ti, ¿no te importa, verdad?" Claro que no, vamos allá. Té, pastelitos y delicias turcas en un despacho monumental, con las correspondientes banderas turcas (varias) y el retrato de Atatürk en la pared. Salí de allí con un ejemplar del Corán firmado por el director y la cabeza como un bombo.

No bien pusimos el pie fuera, recibimos una llamada impaciente nada más ni nada menos que del gobernador provincial: que qué era lo que nos estaba reteniendo, que nos esperaba para tomar el té (con amplia selección de pastelitos) en su palacio. ¡Nooooo!

Alaaddin (izquierda) y el Sr. Davut Haner (Gobernador de la provincia de Igdir)

Llegados a este punto decidí que me apuntaba a un bombardeo y por lo tanto, allá que nos fuimos, al palacio, un recinto amurallado y con medidas de seguridad muy a la vista, donde fui debidamente equipada con chinelas de diva de Hollywood de los años cincuenta (pompón de marabú incluido). De esta suerte departimos amablemente con su excelencia sobre temas no siempre inocuos, mientras Alaaddin palmoteaba como un condenado y coreaba cosas del estilo de "!Ya se lo decía yo. Es una subversiva!", mientras se mondaba de risa. Yo, es que si me preguntan, respondo... El gobernador, una persona encantadora, acabó acompañándonos hasta la puerta e insistió en que su coche oficial, con guardaespaldas incluidos, me llevara a mi hotel. A mis débiles protestas de que el susodicho hotel estaba a dos calles y yo podía ir perfectamente caminando, se me dijo que yo allí no iba a dar ni dos pasos por ninguna calle y mucho menos sola. No negociable.

Lección 3: el concepto de hospitalidad también es muy elástico. En Turquía tiende a ser un concepto total (te guste o no...).

Con la cabeza echando humo y una indigestión de campeonato, fui llevada por fin a mi hotel, donde -inocente de mí- abrí la ventana de par en par para disfrutar del aire puro del Ararat. Para constatar al instante con horror que toda la ciudad debía de usar estufas de carbón y que el humo era de una densidad tal que me impedía ver nítidamente la farola de la acera de enfrente, rodeada de un consistente halo naranja. Londres en 1850 era un chiste en comparación. 

Lección 4: muchas cosas obvias en occidente no lo son cuando nos alejamos un poco. El gas natural, tampoco.

El día siguiente lo dedicamos a hacer turismo por la región y lo coronamos yendo a tomar té (y los indefectibles pastelitos) con los dos vicegobernadores, con los cuales mantuvimos una conversación sorprendentemente sincera sobre la política turca.

Lección 5: contrariamente a lo que pueda parecer, sí se puede hablar con franqueza de política en Turquía. Todo depende de con quién, dónde y en calidad de qué.

Y así llegamos por fin al punto culminante de aquellos dos días, porque, cuando empecé a dar muestras de caerme de cansancio, se apiadaron de mí y decidieron llevarme al hotel en el coche de uno de ellos. Aquel coche blanco nuclear, en aquel contexto, parecía de otro mundo. Recordemos que estamos hablando de una ciudad sin aceras ni casi urbanización, donde todo, salvo aquel Mercedes sobrenatural, estaba cubierto por un dedo de polvo y hollín.

Así pues, nos montamos en el coche, ellos delante y Alaaddin y yo detrás. Y cuando les pregunto si no les daba miedo dejar el coche en la calle (estaba yo pensando en el tractor y el PKK) me dicen que no hay "ningún problema", que "estamos en una ciudad muy segura" y que yo, desde luego, en aquel momento estaba segurísima porque "si hay un pequeño problemilla, tenemos esto" (uno saca una pistola de debajo el asiento); "si fuera más grave, usaríamos esto otro" (semiautomática al lado del cambio de marchas); pero que vamos, que si la cosa se pusiera realmente fea, "llevamos dos Kalashnikovs en el maletero, aunque no será necesario, seguro, porque a estas alturas ellos ya saben que llevamos a una yabanci (extranjera) con nosotros y matar extranjeros no les conviene. En realidad eres nuestro escudo humano."

Matar guiris pelirrojas hace feo ante la comunidad internacional, lógico. Pues nada, así las cosas, todo en orden, pensé, me repantingué en el mullido asiento del coche y me entregué al fatalismo oriental del que sea lo que Dios quiera, Bismillah. Otra cosa más que he aprendido, mira.

Lección 6: la vida no vale lo mismo en todas partes, y la forma de encararla no tiene nada que ver.

A todas estas, Alaaddin se desternillaba mientras surcábamos la noche anatolia en aquel coche lavado con Perlan, ofreciendo un blanco fantástico. Suerte que no tengo una pinta nada anatolia y nos salvé a todos, mira.

Al día siguiente me volví tan ricamente a Estambul, agarré mi libretita y mi boli, y me fui a la universidad en metro. Como si nada.

Y es que hacemos unas cosas, los intérpretes...