Este mes, nuestro socio Fernando González (AIB) deja que sea una de sus estudiantes de la Universidad Complutense de Madrid quien exponga sus reflexiones sobre lo que es y supone la interpretación para ella.
Fernando González (AIB), con el grupo de estudiantes de 3º (María Leiva, 2ª por la derecha)
Hay muchas cosas que me hubiera gustado saber antes de empezar Traducción e Interpretación. Cosas en las que no tienes tiempo de pensar con la Selectividad todavía reciente y un verano entero por delante, pero que siempre rondan tu cabeza a lo largo del grado cuando te repites una y otra vez: «¡Quién me mandaría a mí meterme aquí!».
El primer momento de incertidumbre no tarda en llegar si, como yo, te matriculas sin tener ni idea de una de las lenguas de tu futura combinación. Si bien todos los alumnos deben superar una prueba específica de acceso, esta solo exige conocimientos de la lengua A –español– y de una de las lenguas B –inglés o alemán–. Esto quiere decir que yo pude entrar en el grado sin saber nada de alemán. Craso error. Terminar la carrera traduciendo o interpretando una lengua con la que hasta hace escasos años no habías tenido el más mínimo contacto no es imposible, muchos lo han conseguido; sin embargo, el camino es, cuando menos, frustrante.
Dicho esto, pese a que sea más que aconsejable dominar todas las lenguas de tu combinación, enseguida descubres que la que de verdad importa es el español. Cuando vi por primera vez el horario del primer curso, no salía de mi asombro: «¿Por qué tantas asignaturas de español? ¿Eso no es lo que ya sabemos? ¿Es que aquí no venimos a estudiar otras lenguas?». Tres cursos después, he aprendido que para poder traducir o interpretar hay que ser, sobre todo, un experto en la lengua de llegada, o sea, en el español.
Traducir no es lo mismo que interpretar y, aunque hoy me parece una obviedad, cuando comencé la carrera no lo tenía tan claro. Incluso mucho después de empezarla, en mis clases de 1º y 2º no se oía hablar demasiado de la interpretación. Para mí, la interpretación era algo lejano, difícil y hasta exclusivo que mis profesores mencionaban solo de vez en cuando, con un tono que oscilaba entre el respeto y el miedo. Sin embargo, en un intento por alejarme del combo pijama-portátil que entonces parecía intrínseco a la profesión de traductor, decidí optar por el itinerario de interpretación.
Así, en 3º llegaron los primeros profesores que se dedicaban, además de a la docencia, a la interpretación profesional. Hasta entonces, un profesor de interpretación que hubiera ejercido la profesión de intérprete de forma continuada era lo más parecido a una criatura mitológica para mis compañeras y para mí. En mi humilde opinión, un profesor de interpretación tiene que haber sido necesariamente un intérprete; si no, no puede –por mucho que haya investigado sobre la interpretación– enseñar a otros a interpretar. Del mismo modo que, si uno no ha tocado un coche en su vida, no puede enseñar a otro a conducir.
Ahora, a las puertas del último curso, el futuro está lleno de posibilidades y de incertidumbre. Con frecuencia me pregunto si me dedicaré profesionalmente a la interpretación, una vez concluido el grado. No estoy segura de que acontecimientos como el Brexit ofrezcan un panorama muy esperanzador… Por otra parte, siempre he temido que mi combinación lingüística sea algo simplona: español, inglés y alemán. Tres idiomas se quedan cortos al lado de los muchos que dominan todos los intérpretes que he conocido hasta el momento y, además, no parecen ofrecer nada nuevo al mercado laboral de hoy en día. Aunque sé que nunca es tarde para aprender nuevas lenguas, siento que los estudiantes de interpretación que hablan checo, búlgaro, chino, ruso o árabe resultarán mucho más atractivos que yo a organismos internacionales y empresas en un futuro próximo. Lo que está claro es que ser intérprete implicará necesariamente cursar un máster de Interpretación de Conferencias, porque el tiempo que dedica el plan de estudios a la interpretación no es suficiente.
Esta opción en España es, por desgracia, bastante costosa. Asimismo, este último año he podido comprobar que un intérprete es, ante todo, un comunicador que resuelve problemas con rapidez y tiende puentes entre culturas. Las opciones para alguien con estas cualidades son infinitas y no tienen por qué limitarse únicamente a la interpretación. Desde hace tiempo vengo pensando en continuar mis estudios en Alemania –donde, sin duda, las universidades ofrecen unas condiciones económicas más asequibles que aquí– y apostar por la rama de las relaciones internacionales o, tal vez, del turismo. Quién sabe… De momento, queda enfrentarse por fin al último curso y esperar que entonces todo esté un poco más claro.