Por Lourdes Ramírez, AIB
Siempre me he preguntado qué es lo que convierte a un buen orador en un orador brillante, cuál es el ingrediente que hace que - en muy contadas ocasiones - un discurso sea memorable, nos conmueva, nos inspire, nos llegue al alma y recordemos durante mucho tiempo no sólo sus palabras y a quien las pronunció, sino también cuándo y dónde fue el evento, con quién estábamos y otros detalles.
A veces se trata de alguien que ya conocemos y a quien admiramos y en otras ocasiones es un perfecto desconocido. En ese caso la emoción es aún mayor por el efecto sorpresa.
Sobre el arte de la oratoria ya escribió Sócrates en el siglo IV a.C. y ha evolucionado enormemente a lo largo de los siglos. En la actualidad son legión los libros, cursos y vídeos donde se dan consejos sobre cómo construir un buen discurso, cómo hacer llegar el mensaje de manera clara, convincente y, sobre todo, amena.
Entonces ¿qué es eso que convierte algo bueno en algo extraordinario? ¿La inspiración? ¿El carisma? ¿La fuerza interior?
En busca de ese factor X me dediqué a ver y escuchar la práctica totalidad de intervenciones de la Convención Nacional Demócrata del pasado mes de agosto. Por allí desfiló durante 4 días lo más granado del partido y también algunos miembros del partido rival: anteriores presidentes, senadores, gobernadores, alcaldes, ex altos cargos, candidatos de anteriores contiendas, dos ex primeras damas, amén de los dos aspirantes a los cargos de Presidente y Vicepresidente y familiares suyos. Por otro lado, intercalados con ellos, intervinieron una serie de ciudadanos de a pie que también tenían su granito de arena que aportar.
Pues bien, todas las figuras del primer grupo (la flor y nata del partido) estuvieron a la altura, es decir, sí cumplieron los requisitos de la oratoria actual y en general resultaron convincentes. Faltaría más, tratándose de políticos avezados con muchísimas tablas, curtidos en mil debates y con los mejores asesores a su disposición. Además, no había ocasión más importante para lucirse que esa. Sin embargo, en mi humilde opinión, ninguno deslumbró, ninguno inspiró, ninguno dejó huella. En ningún momento asomó ese raro elemento que lo cambia todo.
El que más se acercó (y en eso coinciden varios analistas norteamericanos) fue un adolescente de 13 años, para más señas tartamudo y con aparatos de ortodoncia, que sin ninguna experiencia en estas lides habló durante unos minutos de su discapacidad, del futuro, de que los obstáculos no tienen por qué ser impedimento para llegar lejos y de por qué él cree que Joe Biden puede ser un buen Presidente de los Estados Unidos. De pie en su habitación, sujetando un papel tamaño XL, su presencia y su sonrisa llenaban la pantalla. Me impactaron su valentía, su frescura, su autenticidad, su optimismo y su aplomo para continuar con el discurso a pesar de encallarse hasta 4 veces por su tartamudez. Para mí, eclipsó a todos los políticos profesionales con décadas de práctica y fondos estudiados a sus espaldas hablando aparentemente sin muleta alguna.
Se llama Brayden Harrington y es de New Hampshire.
¿Cómo es posible que el discurso un chico de 13 años impacte más que el de los que dominan las técnicas de la comunicación? Pues quizás porque nada puede competir con un mensaje que llega al corazón. Da igual que quien lo emita sea inexperto, (outsider) y a primera vista vulnerable. Tal vez habría que hablar más bien del factor E, E de emoción. Algo me dice que Brayden Harrington tiene un brillante futuro como orador, quién sabe si también como político. Desde luego tiene el factor E y todo lo demás lo puede aprender.