Por Anabel Pérez Real, estudiante del MUIC
Existe una relación profunda entre el lenguaje y la música; al menos, así lo he vivido yo hasta la fecha. Soy alumna del MUIC, el Máster Oficial en Interpretación de Conferencias de la Universidad Autónoma de Barcelona. En el momento de escribir estas líneas, dejo atrás el primer curso y aún me queda por afrontar la recta final de segundo.
No obstante, dentro de mí no solo llevo idiomas y culturas diferentes, sino un profundo bagaje artístico. Empecé a cantar y a estudiar música desde muy pequeña y poseo el Título Superior de Música en Interpretación del Canto Clásico y Contemporáneo ofrecido por la ESMUC (Escuela Superior de Música de Cataluña).
Cuando finalmente me decidí a cursar el MUIC no me pasó desapercibida esa «coincidencia»: soy intérprete cuando canto sobre el escenario y también cuando estoy en la cabina aprendiendo a transmitir el mensaje de un orador. Así que en eso quisiera centrarme a lo largo de esta reflexión: en las similitudes entre el aprendizaje de la música y el de la interpretación.
Para empezar, estudiar música e interpretación requiere tener buen oído y agilidad mental. Los músicos controlamos constantemente nuestra propia producción mientras realizamos otras tareas: debemos asegurarnos de que el sonido sea correcto, afinado; que el ritmo sea el adecuado en todo momento, sin permitir que fluctúe (a no ser que el compositor lo especifique); debemos mantenernos fieles a la partitura, sin cometer errores de lectura; expresar las ideas y los sentimientos de la pieza (en mi opinión, ahí es donde empieza a aparecer la parte verdaderamente interpretativa de la música), y un largo etcétera. Por no hablar de cuando tocamos en grupo (algo que sucede casi siempre): entonces se ponen en marcha otros mecanismos para escuchar también al otro, para empastar y afinar, para comprender qué nos dice a través de la música y así establecer un diálogo sonoro, etc. Todo esto mientras sentimos cómo el público acoge nuestro trabajo y si le está llegando el mensaje o no.
Cuando interpretamos nos ocurre algo similar: debemos escuchar el original en todo momento, asegurarnos de que lo entendemos y lo expresamos correctamente en la lengua meta, de que vamos más allá de las palabras y trasladamos el tono y los sentimientos del orador, etc. Todo ello mientras cuidamos la fluidez de la interpretación para que no haya silencios abruptos que entorpezcan la comprensión, para que nuestras frases tengan principio y fin sin un ritmo entrecortado; cuidando a la vez la articulación y el tono de voz para que sea lo más agradable posible para el oyente. Además, ¡nos comunicamos en silencio con el compañero de cabina!
Nuestro objetivo como intérpretes es transmitir el mensaje y los sentimientos del orador, como si el discurso fuera nuestro, de la misma forma que el músico intenta transmitir las emociones de la pieza, ese mensaje sin palabras. La diferencia es que normalmente una interpretación musical está muy estudiada y tras ella se esconden muchísimas horas de análisis y trabajo; el objetivo es que en el momento del concierto parezca espontánea, como si hubiera surgido en la magia de ese momento. En cambio, como es bien sabido, el intérprete se enfrenta siempre a algo nuevo e inesperado, cambiante. Puede prepararse conociendo el tema, el vocabulario, y debe ser capaz de confiar en las técnicas de interpretación que domina, pero se enfrenta a lo desconocido.
Ambas disciplinas requieren mucho estudio y dedicación, así como tenacidad y disciplina. Los músicos empezamos a aprender nuestro instrumento desde muy pequeños y nos pasamos toda la vida estudiando muchas horas al día. Lo mismo ocurre durante el estudio de la interpretación de conferencias; todos hemos oído la misma cantinela: «practicad, practicad, es muy importante que practiquéis…». Necesitamos pasarnos horas practicando y, además, como en la música, es muy importante plantearse siempre un objetivo: mejorar nuestro registro, aumentar o reducir el décalage, evitar falsos inicios de frase…
Gracias a mi formación musical entiendo a la perfección la insistencia de las profesoras; sé que hay cosas que solo pueden aprenderse a base de repetición y trabajo, aplicando siempre la reflexión y la lógica. A simple vista puede parecer que un pianista repite el mismo fragmento o la misma escala sin parar, de forma mecánica, pero si está haciendo bien su trabajo se trata de un ejercicio consciente, con un objetivo concreto; no se trata de insistir porque sí. De la misma forma, creo que un intérprete se beneficia de realizar sus ejercicios de forma consciente, con un objetivo y comprendiendo lo que está sucediendo. Al principio puede parecer difícil, pero, como ocurre con cualquier habilidad, se va adquiriendo si prestamos suficiente atención.
Asimismo, en mi opinión ese hábito de práctica debería prolongarse más allá de la formación del intérprete. Un músico profesional dedica muchas horas al día al estudio, no solo durante su formación o cuando se presenta a una audición para entrar en la bolsa de una orquesta, cerrar un contrato con una agencia o conseguir un rol en un teatro (algo similar a la preparación para pasar un examen de acreditación como el de las Instituciones Europeas). El intérprete profesional también puede plantearse rutinas que le permitan mejorar su prestación.
El dominio de las técnicas aplicadas en la interpretación consecutiva o la simultánea podría equipararse a los arpegios y las escalas diarias del músico. Durante nuestra vida profesional seguimos formándonos con clases magistrales y privadas porque para mejorar necesitamos a alguien que «nos escuche desde fuera»; el intérprete profesional también necesita seguir formándose activamente para no caer en la rutina y en los errores, y a un compañero de prácticas que también «lo escuche desde fuera» y le dé su opinión.
Otra herramienta eficaz durante la práctica es grabarnos para escucharnos y detectar errores o aspectos que debemos mejorar; de esta manera evitamos malos hábitos. Como los músicos, si no nos escuchamos a menudo para controlar nuestra producción desde fuera es fácil caer en malos hábitos. Es muy importante trasladar correctamente el mensaje, controlar que no volvamos a empezar la misma frase varias veces, que nuestra entonación no suene extraña, que no haya pausas en medio de frases… Se trata de aspectos que no detectamos en el momento de la interpretación, solo al escucharnos, y que pueden dañar el mensaje dando como resultado una interpretación que no tendrá la calidad a la que podemos aspirar.
Finalmente, llega el momento tan esperado: el día del concierto o del trabajo de interpretación. En ambas disciplinas la gestión de los nervios es clave; estamos sobre el escenario o en nuestra cabina para comunicarnos, para asegurarnos de que el público recibe el mensaje y lo comprende. Debemos ser profesionales en todo momento y dar lo mejor de nosotros mismos, a pesar de los errores y las dificultades. No importa si nos enfrentamos a un pasaje especialmente difícil desde un punto de vista técnico, o si nos hemos quedado sin aire antes de tiempo; no importa si el orador va demasiado rápido o tiene un acento que nos cuesta entender: nuestro objetivo es que el público reciba el mensaje sin mostrarle lo difícil que es nuestra tarea.
Estas son algunas de las similitudes principales entre la música y la interpretación. No me cabe duda de que hay más y sé que las iré descubriendo con el paso del tiempo (por nombrar algunas: higiene auditiva y vocal, relaciones interpersonales, etc.).
Se han llevado a cabo muchos estudios acerca de la relación entre el lenguaje y la música; algunos de ellos se centran en realizar un estudio comparativo en términos de sistemas cognitivos. Quién sabe, quizás en el futuro se realicen investigaciones que arrojen más luz sobre la relación entre el ámbito musical y el de la interpretación de conferencias desde un punto de vista cognitivo. En mi opinión, sería un campo de estudio sumamente interesante.