Hace unos días me encontré en una de esas raras ocasiones en las que se interrumpe el ritmo frenético del día a día: mi móvil se había quedado sin batería, estaba de viaje y me preguntaba cómo demonios sobrevivía antes si no llevaba un buen libro bajo el brazo. Tras el desconcierto inicial, empecé a reflexionar sobre qué cualidades debe reunir una persona para poder ser un buen intérprete.
Salta a la vista, por su obviedad, que hace falta un excelente dominio de las lenguas de trabajo y soltura a la hora de hablar en público, pero luego hay otras cualidades, más sutiles y difíciles de caracterizar, que determinan que una persona se pueda convertir en un buen intérprete o no. ¿Qué tenemos en común los intérpretes de AIB, un grupo de 17 profesionales en apariencia tan distintos? ¿Qué hace que seamos capaces de ir más allá de la mera “traducción” de una serie de palabras a interpretar con toda fidelidad qué es lo que quiere decir el orador (tarea no siempre fácil en este mundo donde el globish se ha convertido en la lingua franca)?
Yo creo que la clave radica en la empatía, esa capacidad de identificarte con lo que siente el otro, de realmente ponerte en su piel. Es necesario comprender al orador, y no me refiero a entender sus palabras o su acento, sino a saber de qué está hablando, a quién se dirige y por qué, a conocer el contexto en definitiva. Por eso es tan importante la preparación previa al congreso. Si conocemos el contexto y el vocabulario, con todos sus tecnicismos, seremos capaces de sintonizar plenamente con el orador. A menudo les recuerdo a mis alumnos que los intérpretes no acabamos con el estudio el día que salimos de la facultad con un flamante título de máster bajo el brazo, les digo que toca convertirse en estudiantes perpetuos, que cada congreso es un examen para el que te has de preparar a fondo, en el que tu reputación como profesional puede salir reforzada o maltrecha por una prestación por debajo de lo que se esperaba de ti. La curiosidad intelectual se convierte, por tanto, en una cualidad imprescindible, porque si no logramos encender la chispa del interés por un tema determinado, el estudio se puede convertir en un suplicio insoportable, y eso, con toda seguridad, se reflejará en la interpretación.
Tienes que ser riguroso sin que el perfeccionismo lastre tu capacidad comunicativa, liberar la adrenalina justa para mantenerte alerta pero sin que te bloquees por un exceso de nerviosismo. Has de contar con la flexibilidad y serenidad suficientes para poder confiar en tu experiencia si te encuentras con que te han asignado a un congreso a última hora y no hay tiempo para prepararlo tan a fondo como quisieras; para salir airosa cuando has estudiado hasta conocer al dedillo los stents cardíacos y resulta que hablan del partido de fútbol del sábado; para trabajar cada día en un lugar distinto, sin rodaje previo, cual caracol con su oficina a cuestas…
Finalmente tienes que poder mantener la máxima concentración en cabina, esa sensación casi mágica, que por unos minutos (20, 30, en función de los turnos) hace que te olvides del mundo exterior y te sumerjas en el discurso, cuando dejas de ser tú misma y te conviertes en el alter ego del orador y, con toda discreción, tiendes un puente entre lenguas y culturas de un modo prácticamente imperceptible para que el oyente casi ni se percate de tu existencia. En ese momento logras que aquello que es tan complejo, y a la vez tan sencillo, –él habla–yo escucho–yo hablo–ellos escuchan– funcione cual mecanismo de relojería perfectamente engrasado.
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